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jueves, 26 de junio de 2008

Se Marchita la Milpa

Se podría decir, sin ninguna exageración, que el futuro de Leonidas y su familia depende de que el cielo suelte agua. Son las diez de la mañana, y la temperatura llega a casi 30 grados. Hace mucho calor. Leonidas se inclina para recoger el sombrero de palma que se le ha caído de su cabeza. Se lo vuelve a poner. Su pelo se ha vuelto canoso de una manera estrepitosa. Se restriega el sudor de la frente con su mano derecha. Sus zapatos están cubiertos de polvo. Su mirada se concentra sobre su pequeño terreno, casi dos hectáreas, que él mismo ha preparado para sembrar la milpa. No ha llovido ninguna gota de agua. Difícilmente se puede describir la angustiosa mirada de Leonidas sobre su terreno.

El año pasado perdió su milpa por falta de lluvia. Ha estado comprando el maíz para darle de comer a cinco bocas, es decir sus tres hijos, su esposa y él mismo. Leonidas se siente cansado y viejo. Desde hace cuatro años, ha visto cómo las arrugas se le acentúan aún más en su cara morena. No es que sea tan viejo, a penas tiene 50 años, pero ya perdió una cuarta parte de sus dientes, y la vista casi no le funciona. Tiene diabetes.

No tiene dinero para arreglarse los dientes. Su mujer, Verónica, es muy trabajadora, y de una manera u otra, se las arregla para que haya comida en casa. Tiene veinte gallinas que dan huevos, y de vez en cuando, mata algún pollo o una gallina vieja para hacer sopa. Una o dos vacas dan leche, y está engordando tres cerdos para venderlos. Se puede decir que la familia de Leonidas es como cualquier otra.

El destino ha hecho que Leonidas haya nacido en Monte Grande, porque bien hubiese nacido en España o Estados Unidos, pero las cosas son cómo son, y uno nace dónde nace, y tiene la familia que tiene. Leonidas nunca se le ocurrió emigrar a Estados Unidos como han hecho gran parte de sus vecinos. Se quedó en su tierra a ver si podía salir adelante.

Leonidas ha visto desgracias en su vida. Recuerda con terror cuando una familia vecina fue masacrada por los escuadrones de la muerte. Ninguna persona se salvó. Se supo quienes participaron en este horrendo crimen, pero después de la guerra, todos los criminales de guerra fueron amnistiados, y hoy, uno de esos criminales es pastor y el otro político.

Precisamente, ese mismo pastor una vez visitó a Leonidas. Traía, como siempre, la Biblia debajo del brazo. Había intentado mil veces hacer que Leonidas visitase el templo, pero cada vez que le hablaba de Cristo, Leonidas recordaba sus vecinos masacrados a tiros. Es cierto que la gente cambia, que es posible que un monstruo se vuelva una persona normal. Pero a Leonidas siempre le pareció que era pura blasfemia el hablar de Dios con éste hombre. Nunca ha aceptado la invitación para ir al templo, y siempre pone como excusa su trabajo.

A pesar de la miseria, la familia de Leonidas no se ha muerto de hambre, sin embargo, ha habido días muy difíciles. Ver cómo se marchita su milpa sin que pueda hacer algo; saber que no tiene dinero para seguir comprando el maíz; saber que se está haciendo viejo; sentir que nadie le va a extender una mano. Estas son las cosas que le preocupan a Leonidas.

Verónica también se mira cansada. El cansancio se le nota en su cara. Tiene cincuenta años. Todavía es una mujer joven, pero ella se siente vieja. Casi no tiene fuerza para despertarse por las mañanas. Muchas veces se dice a sí misma que ha tenido suerte en haber encontrado un hombre trabajador cómo Leonidas. Y cuando siente que su mundo se hunde, encuentra fuerza en su familia.

Verónica se encamina por la orilla del pequeño terreno hasta dónde está Leonidas terminando de preparar el terreno para cultivar su milpa. Camina con desgana, casi sin energía. Tiene cuidado de no ensuciar sus sandalias verdes de goma. Su falda color café le queda muy ajustada. Durante el desayuno, le había propuesto a Leonidas vender los tres cerdos a un precio cerrado para comprar la semilla de maíz, abono y otros fertilizantes para asegurarse que pueda sacar una buena cosecha. Verónica sabe que lo más importante, el agua, no se podrá comprar.

Es una pena. A menos de cinco kilómetros, se encuentra un río. El agua podría ser desviada para ayudar que Leonidas y los demás campesinos puedan regar sus cultivos.

Monte Grande ha entrado en campaña política. El Alcalde busca su quinta re-elección, y está pidiendo otra vez el voto. El pasado domingo, Leonidas fue a una reunión de vecinos para escuchar las propuestas del Alcalde. El Alcalde llegó a la reunión en un todo terreno, con aire acondicionado, un coche azul del año. Llevaba puesto unos pantalones de marca, y unos anteojos de sol de la marca Ray Ban. Varias veces el Alcalde ha sufrido intentos de asesinato. No se sabe quien está detrás de los intentos de asesinato. La gente tienes sus propias versiones. Unos piensan que el Alcalde se ha hecho rico por medios ilícitos, y esto le ha creado poderosos enemigos. Es obvio que alguien del bajo mundo no está contento con el Alcalde. Es por eso que el Alcalde siempre llevaba veinte guardaespaldas armados hasta los dientes. Algunos dicen que el Alcalde vive en una constante zozobra de ser asesinado tarde o temprano. Monte Grande se ha vuelto más peligroso.

El Alcalde empezó la reunión como siempre, diciendo lo siguiente: Ustedes más que nadie saben las necesidades que tiene nuestro pueblo. Yo soy el único que puede garantizarles soluciones a sus problemas. Conozco las necesidades que ustedes afrontan todos los días para sacar a sus familias adelante. Yo les ofrezco garantías para mejorar sus vidas. Miren cómo yo he salido de la pobreza. ¿Saben cómo? Con esfuerzo y tenacidad. No hay otro formula mágica. Hay que trabajar, hay que respetar las leyes, hay que apoyar al Gobierno, hay que confiar en las instituciones….El Alcalde terminó la reunión repartiendo camisas y gorras con su nombre.

A Leonidas le ha venido bien las camisas (cogió cuatros camisas, y varías gorras), y se las va poniendo para trabajar en el terreno. Cualquiera que lo viese, pensaría que Leonidas apoya al Alcalde. Leonidas tiene previsto quedarse en casa el día de las elecciones. Verónica tampoco votará. Es difícil describir qué piensan ellos de la clase política del país. Sin embargo, la pobreza no les ha sublevado la dignidad de ver las cosas cómo son, de distinguir el aceite en el agua y la mentira de la verdad.

Verónica se acerca a su esposo con una mirada tierna, la misma que Leonidas habrá de recordar por el resto de su vida. Es la misma mirada que tiene al despertar. Sus ojos grandes todavía dejan ver algunos destellos de alegría. En cierta medida, es la mirada de su esposa, su coqueta sonrisa, su pequeña picardía en la intimidad, lo que le ha permitido no hundirse en la desesperación. Su esposa siempre ha tenido todas las respuestas. Antes de que ella pudiese llegar hasta dónde él estaba, parado con un azadón, él le advirtió que el sol empezaba a quemar. Verónica dijo algo que Leonidas no logró entender debido a la distancia que los separaba del uno al otro. Verónica venía a decirle que había llegado la persona que quería comprar los tres cerdos.

El comprador de cerdos es un hombre muy peculiar. Va vestido elegantemente como que fuese a una fiesta, con una camisa a raya, y un sombrero de palma. Lleva un pequeño bastón que no necesita para caminar, sino para pegarles a los cerdos para que caminen. Es más o menos flaco, tirando a alto. Tiene una pequeña cicatriz sobre su nariz. Leonidas lo conoce muy bien ya que éste mismo hombre durante la guerra civil casi vio la muerte el mismo día que iba a ponerle flores a sus padres en el cementerio. Es un poco tartamudo, pero le salen las cuentas muy bien, y después de la guerra, logró, con un poco de dinero, hacerse comerciante de cerdos. Viaja por todo el campo, de casa en casa, preguntando si venden cerdos. Y después de haber comprado cinco o diez cerdos, él mismo los llevaba al matadero a venderlos a un precio más alto. Su nombre de pila es Galileo, pero los niños lo conocen como el comprador de chanchos.

Una tarde de noviembre durante la guerra civil, Galileo decidió ir a limpiar la tumba de sus padres en Monte Grande. Ese día, el ejército había declaro el estado de sitio, es decir, no se podía salir a la calle por ninguna razón. El ejército disparaba a matar a cualquier persona que tuviese el atrevimiento de salir a la calle. Siendo el día de los muertos, Galileo no iba a dejar de ponerles flores a sus padres. Así que caminando hasta el cementerio, ya que los autobuses y coches habían dejado de circular por las calles polvorientas de Monte Grande, Galileo se encaminó al cementerio vestido elegantemente. Llevaba puesto una camisa a raya y un pantalón negro, además de un sombrero de palma. Aunque es pobre, siempre ha puesto mucho esmero en vestirse elegantemente, o mejor dicho, apropiadamente. A la entrada del cementerio, estaban varios soldados pidiendo la documentación a todos aquellos que habían desafiado el estado de sitio.

Galileo les tendió su cedula de identidad, y con una voz que le salió más tartamuda que nunca, les confesó que, mientras él viviese, había hecho una promesa a sus padres de ponerles flores durante el día de los muertos. Uno de los saldados, el más alto, con una mirada un poco bizca, sin mediar palabra dejó ir la culata de su fusil contra el pecho de Galileo. Galileo se tambaleó, y cayó de bruces contra el suelo. Su sombrero de palma se fue rodando hasta la entrada del cementerio. Los demás soldados soltaron unas carcajadas sonoras, diciéndole a Galileo que talvez había llegado la hora de unirse con sus padres en el cementerio. El mismo saldado bizco, con una cara malvada, cogió a Galileo de los hombros, y dándole repetidas patadas en el trasero, lo encaminó hasta el cementerio. El día anterior, alguien había escarbado una tumba, y era obvio que pronto, talvez ese mismo día por la tarde, algún muerto iba ocupar la tumba. La tierra estaba fresca, el hoyo era profundo, estaba a la par de varias tumbas a la entrada del cementerio. El soldado bizco, que a medida que pasaba el tiempo, su mirada cogía un brillo de maldad, le ordenó a Galileo que se confesase porque había llegado el día que tendría que morir por desafiar a la autoridad. Galileo rompió en llanto, y trataba de decir algo, pero su tartamudez se incrementaba. Mudo idiota, gritó el saldado bizco, ¿cómo te atreves a salir a la calle? Y sin mediar más palabra, con el mismo fúsil, le asestó un golpe en la cara, y éste se tambaleó tanto que cayó en la tumba. El golpe fue tan fuerte que Galileo perdió el conocimiento. El saldado bizco disparó al aire. Era obvio que se había producido un milagro que ablandó la maldad del soldado bizco, porque éste tenía toda la intención de matar al tartamudo que había desafiado el estado de sitio.

La noche llegó, y a Galileo lo encontraron inconciente el día siguiente cuando trajeron al muerto que debería ocupar la tumba. Los parientes del muerto no se podían explicar la presencia de Galileo en la tumba, ya que éste tenía verdaderos problemas para relatar los hechos. Sin embargo, el golpe del fusil había dejado una marca permanente en la nariz de Galileo. Hubo de pasar varios meses, talvez años, hasta que Galileo pudo recuperarse.

Leonidas fue la primera persona en ver a Galileo en la tumba ya que era el hijo mayor del muerto. Su primera reacción fue pensar que él se había pasado de alcohol. Pero posteriormente, no había duda de que Galileo estuvo a punto de quedarse en la tumba para siempre.

Galileo era conocido en Monte Grande por su tartamudez, por ir religiosamente al cementerio a poner flores, y por vestirse elegantemente. Hoy, es conocido por comprar cerdos.

Eh eh eh parece eh eh que no va a ah ah a llover, comenta Galileo a Leonidas como manera de saludo. Le estrecha la mano. En su mente, Galileo ha calculado el precio que quiere pagar por los tres cerdos. Necesita ganar mínimo un 20%. Escuchando su tartamudez, cualquiera pasaría por alto la inteligencia para los negocios de Galileo. Las cuentas les salen bien claras. Comenta que los cerdos están flacos, que deberían engordarse más para poderlos vender a un buen precio. Verónica le dice que han estado comiendo maíz y frutas, incluyendo sandias y mangos. En definitiva, los tres cerdos podrían clasificarse como cerdos ecológicos. Pero en Monte Grande, son solamente tres cerdos más, que tienen que venderse a un buen precio que permita a Leonidas comprar semilla, abono y otros fertilizantes para cultivar su milpa. Podría vender alguna gallina o una vaca, pero sabe que tendrá que comprar los huevos y la leche. Así que ha optado por vender lo que siempre se vende en Monte Grande: los cerdos.

Galileo sabe que aunque pague lo que está pidiendo Verónica por los tres cerdos, todavía ganará un 20%. Así que, hace trato, y antes de amarrar los tres cerdos, acepta el café negro que le ofrece Verónica. Eh eh eh ah ah, ojala que llueva ah pronto, dice Galileo mientras toma un sorbo de café. Leonidas le comenta que no hay pasto para darle de comer a las vacas. Pronto tendrá que decidir si las vende también.

El suelo está muy seco. El polvo que levanta el terreno ensucia toda la ropa. Las hojas de los árboles están cubiertas de polvo. Las pocas plantas florales que se encuentran en el patio de la casa están cubiertas de polvo. Las hortensias se están muriendo. Los claveles se marchitan.

Verónica deja que algunas lágrimas se le escapen de sus ojos al ver a los tres cerdos salir de la casa, arreado por el bastón de Galileo. Sabe que les espera una muerte segura, posiblemente ese mismo día. Durante nueve meses, ella los cuidó, les dio de comer maíz, y les ponía el agua todas las mañanas. Eran parte de la familia.

Con el dinero en mano, Leonidas solo espera que llueva para sembrar su milpa.

©2008 Manuel García

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