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miércoles, 28 de mayo de 2008

Don Toribio

A primera vista, se hubiese pensando que Toribio Álvarez Villanueva, de 74 años de edad, estaba cruzando el mercado municipal de Usulutan, El Salvador. Calzado con zapatos burros de la marca salvadoreña ADOC, su sombrero de palma y su bolsa como las que se llevan al campo a trabajar, daban un aspecto muy singular a la fisonomía del anciano. Con el peso de sus años caminaba lentamente, sin ninguna ayuda, como un pato enfermo. Estaba haciendo trasbordo en el Aeropuerto Internacional Dulles de Washington, D.C., y regresaba a casa en mi mismo vuelo del Grupo Taca 583. Inmediatamente me percaté que necesitaba ayuda para encontrar la puerta de embarque, después de pasar los controles migratorios del aeropuerto, repleto de oficiales de migración que siempre llevan consigo una mirada fría y soberbia; perros que buscan drogas y explosivos en las maletas de los viajeros. Iba delante de mí, y le hicieron (aunque no lo crea) quitarse los zapatos y el cinturón con una hebilla de metal. También le hicieron abrir su humilde bolsa donde llevaba unos pequeños regalos para sus nietos.
Por causalidad su asiento estaba a la par del mío, a la izquierda, en la fila 4, y mientras escuchábamos atentamente las últimas instrucciones de seguridad que daban los sobrecargos, me preguntó si yo también era salvadoreño como él y si regresaba a casa. ¡Todos los que íbamos en ése avión éramos salvadoreños! Unos venían deportados de Estados Unidos, otros regresaban, después de muchos sacrificios, a pasar las vacaciones con sus familiares, otros traían encomiendas, los llamados encomenderos, unos pocos venían por negocios, y otros no sabían por qué regresaban. Mientras el Airbus 319 iba en fila india para entrar en pista para despegar, detrás de otros aviones, unos que iban a París, otros a Londres, le pedí a Toribio que se abrochará el cinturón de seguridad, mientras yo trataba de cerrar los ojos porque me estaba muriendo del sueño. Había volado desde Barcelona hasta Washington, D.C. en Air France, y estaba continuando mi viaje en Grupo Taca. Tenía muchas horas de vuelo encima. También el señor Toribio. Me dijo que venía de un pequeño pueblo de Estados Unidos que no sabía cómo pronunciar y que había estado ahí por 5 meses con sus dos hijos quienes querían tenerlo por un año, lejos de Mercedes Umaña, donde había nacido y vivido toda su vida. Nació en el campo y ha vivido del campo desde niño, y no tuvo ningún problema para tramitar la visa para visitar a sus dos hijos que se habían ido a Estados Unidos a principio de la guerra civil que azotaba al país en los ochentas. No fue necesario ir personalmente a la Embajada de Estados Unidos en San Salvador, solamente envió su pasaporte y el pago. Con un tono de orgullo y triunfo, me dijo que sus dos hijos eran ya ciudadanos estadounidenses.
Le dieron la visa por 10 años mientras que miles de salvadoreños, hombres y mujeres, jóvenes y dispuestos a aceptar cualquier trabajo que les supongan ingresos que no pueden obtener en su tierra, al no conseguir un visado, arriesgan todo para cruzar tres fronteras y poder llegar a la “tierra dorada”; bastantes lo logran, otros mueren en el camino y otros miles regresan a casa con los bolsillos vacíos y las ilusiones hechas pedazos como vidrios rotos. A estos, los que logran llegar, el gobierno de Estados Unidos, por una razón extraña, les llama ilegales; otros pelean por llamarles indocumentados.
¿Qué le pareció los Estados Unidos? le pregunté con mucho respeto contemplando su tez morena, pelo blanco y las arrugas de su cara, caminos que había marcado el paso del tiempo ayudado por el ardiente sol del campo. No conocí nada, me dijo con una voz melancólica y prosiguió diciéndome que había estado como en una cárcel, encerrado todo el día porque sus dos hijos se iban a trabajar muy de mañana y no regresaban hasta muy entrada la noche. Para distraerse, me contó, miraba la televisión en castellano y también en inglés aunque no entendiera nada, y salía al patio de la casa, pero nunca conoció a los vecinos. Cuando sus hijos descansaban, lo sacaban de paseo. En los Estados Unidos no se conocen a los vecinos me comentó como una gran verdad que había descubierto en su primer viaje al país de las maravillas. Su radiante mirada confirmaba que estaba alegre de regresar a casa. Me dijo que se tuvo que hacerse el enfermo para que sus hijos le permitieran regresar a El Salvador. Evidentemente, ellos eran felices al tener a su padre en casa, pero el anciano no pudo lograr estar tan distante de su casa, de sus gallinas, de sus vacas y de sus otros hijos y nietos. Había procreado 10 hijos en total, y solo 6 sobrevivieron a las desgracias que suelen acompañar a los pobres en el campo.
Mientras comíamos los bocadillos calientes que nos sirvieron, me dijo que en Usulutan ha sido feliz. Le pregunté por su esposa, y me dijo que había estado acompañado tres veces, pero solo me habló de Esperanza Aguirre.
Esperanza era una chica muy guapa. Sus ojos claros adornaban su linda cara joven y sus grandes pestañas negras. Estaba entrando en una etapa muy importante y significativa en su vida, y como una flor que atrae a las abejas, ella atraía un enjambre de pretendientes. Tenía 16 años cuando aceptó ser novia de Toribio. Una vez, cuando se casaba el mejor amigo de Toribio, en plena fiesta al son de la música, ella aceptó escaparse con Toribio y ser su mujer, huyendo de su familia. El padre de ésta prometió matar a Toribio con su machete, y lo persiguió por tres meses, buscándolo por todos los confines posibles y a todas horas. Toribio y Esperanza tuvieron que salir de Mercedes Umaña y pasar sus primeros días juntos escondidos en casa de un primo materno de éste, en tercer grado, que vivía en un pueblo a 37 kilómetros de distancia.
Al pasar el tiempo y consumada la furtiva luna de miel, Toribio regresó a su casa y aceptó casarse por las buenas con Esperanza Aguirre para apaciguar la furia de su suegro. A falta de un párroco, pidió al alcalde del pueblo que los casará, y éste dijo no tener tiempo, sin embargo, después de muchas suplicas por parte de Toribio, aceptó casarlos un sábado por la tarde en la misma casa de Toribio. Dio hora y fecha para celebrar el matrimonio civil de los dos jóvenes. Toribio invirtió grandes recursos para casarse con todos los tambores posibles. Me dijo que para la comida de la boda, se sacrificaron 30 gallinas y un cerdo, ofreciendo una variedad de platos y mucho aguardiente. Todo se hizo a la medida posible para agradar a los invitados y complacer a la novia. Pero a la hora prevista para celebrar el matrimonio, el alcalde había sido arrestado por un tal coronel que lo acusaba de haberle robado 15 vacas. El coronel era dueño de un gran número de vacas y toros que se alimentaban en las praderas fértiles de Mercedes Umaña. El alcalde fue trasladado al cuartel de la Ciudad de Usulutan, arrastrado violentamente por 20 soldados que habían sido enviados por el coronel, armados hasta los dientes. Era el tiempo cuando gobernaban los coroneles en El Salvador. Con una sonrisa triste me dijo Toribio que no se celebró la boda porque no había ninguna autoridad competente para que lo casare con Esperanza Aguirre, aparte del señor alcalde. Sin embargo, hubo fiesta y mucha comida y bebida, y lo más importante para él, logró sosegar a la fiera de su suegro. Una vez que había terminado de narrar el desenlace de aquella interrumpida boda, después de una breve pausa, se llevó la mano derecha al pecho y me dijo que llevaba los recuerdos que había vivido con Esperanza Aguirre muy profundo en el corazón. Una lágrima rodó suavemente por su mejilla.
Habían transcurrido ya tres horas de vuelo, y de vez en cuando, el capitán de la nave anunciaba “Les hablas el Capitán Peña..., en estos momentos estamos pasando... los que van en la ventana izquierda tienen una linda vista de la ciudad...” palabras que hacían brillar aún más los ojos negros del anciano. Le pregunté cómo se sentía, si quería algo más de bebida mientras pedía personalmente un trago de Ron Bocardi con hielo, a falta de un buen whisky escocés. Me dijo que había dejado la bebida, y un trago le podía quitar la vida. Me confesó que nunca pudo controlar la bebida, es decir, beber socialmente. Intentó pedir un fresco de horchata, pero se conformó con una Coca Cola.
Faltando media hora para aterrizar en El Salvador, volando ya por Honduras, me ofrecí a llenarle los formularios de migración. Con pena y vergüenza, Toribio me había confesado que no sabía leer ni escribir. Le dije que tenía que contestar todas las preguntas en los formularios para no tener problemas al ingresar a El Salvador. Empezamos por las más simples, es decir, nombre, edad y domicilio. Cuando le pregunté, repitiendo la pregunta del formulario, si traía consigo más de $10,000, Toribio sonrió dulcemente y luego, me interrogó con una mirada fría que quería saber si le estaba faltando al respeto que se merecía a su edad. Le dije que no era invento mío, que la pregunta estaba escrita en el formulario. Luego me dijo que lo único que traía era unos cuantos dólares, los cuales no llegaban a 600, que sus hijos le habían dado: un viejo cómo él ya no podía conseguir trabajo en ninguna parte para llevar consigo esas sumas de dinero.
Acompañé a Toribio hasta la salida del aeropuerto, dirigiéndole en todo el proceso de aduana. Una vez afuera, una multitud de parientes y vecinos, en caravana, habían venido en coche a encontrar a Toribio. Llegó al aeropuerto como una estrella y lo esperaban como esperan los fanáticos del fútbol a un Ronaldo o a un Ronaldhino. Después de ver la conmoción de los familiares, de observar que lo abrazaban y lo besaban con pasión, y las lagrimas de alegrías que se derramaban sobre el anciano y las del anciano sobre la multitud, esperé unos minutos para saludar cortésmente a los familiares y despedirme de Don Toribio.
Dejé a Don Toribio y cogí un taxi directamente a San Salvador. Era muy tarde y el cielo gris anunciaba una tormenta muy fuerte de invierno.
©2007 Manuel García

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que relato más tierno!
Me ha conmovido mucho, has conseguido transportarme realmente al vuelo en el avión y a la llegada al aeropuerto.